El Llanero Miguel
Restaurante
EL LUGAR EN DONDE EL SOL SE FUNDE CON EL LLANO
A las 5:48 de la mañana el sol comienza a asomarse en el horizonte, cubriendo el llano con su luz y esplendor. Cuando se asienta el brillo áureo del astro rey en el cielo, a eso de las 8:00 a.m., el restaurante El Llanero Miguel empieza su faena. La velocidad de trabajo es pasmosa, cada uno de los nueve integrantes ejecutan su labor con precisión quirúrgica, y una prontitud británica. Cuando alguno de los eslabones de la cadena flaquea, la voz de Don Miguel Arenas Guarnizo hace eco en el recinto y da una corrección firme, evocando la experiencia férrea de un veterano de mil batallas y el tono de un padre sabio que se preocupa por sus hijos. Cuando llega el redactor de esta crónica, el recinto dejó de ser Ibagué y se transfiguró en una finca en algún rincón de Cumaral, en el corazón del llano.
“Alto fogón” foto de: Juan Sebastián Castellanos Barrios
El ambiente rebosa de un aroma a carne fresca, novilla fresca, asegura Don Miguel, a la par que se asoma el olor de la carne de cerdo, el sancocho de gallina criolla y de las papas y las yucas que se cocinan en el fragor de una amplia olla. Entre medias los empleados traen numerosos palos de yopo, afilados cual lanzas, que dejan a un costado de la puerta. Por su parte, Don Miguel se encarga personalmente de adobar la carne, revelando sin reparo su receta en el proceso: “Sal, cerveza y cebolla. No hace falta nada más”. Resultaba inverosímil que un maestro pregonara a los cuatro vientos los ingredientes de su obra magna, no obstante, le importa un carajo, es un llanero orgulloso y seguro de sí.
Foto de: Juan Sebastián Castellanos Barrios
Las piezas de carne son inyectadas personalmente por el llanero con la quintaesencia de sabor que preparó, acto seguido, las piezas son ensartadas en los palos de yopo y parte a su última morada en las brasas de un horno de leña; cargado de leña fina; arrayán, café, naranjo, más nunca mango. Es en ese punto cuando el llanero y su cónyuge, la señora Juana, parten de la bodega que sirve de cocina, hacia el otro lado de la calle, en donde se encuentra el pequeño rincón del llano. La presencia del humo se hace notar y cobra fuerza con el pasar de los minutos.
Los futuros manjares son colocados meticulosamente en el fuego, esparciendo las ascuas de forma uniforme, como si se tratase de un jardín de arena. El augusto recinto empieza a llenarse de movimiento, entre el vaivén de los empleados y las incontables labores de logística, que parecen multiplicarse a medida que llega la hora de abrir al público. El llanero se desenvuelve con maestría, y logra cumplir sus labores de jefe, cocinero, administrador y esposo con absoluta pericia. Incluso, se permite el lujo de sentarse a platicar de temas variados y responder las preguntas que se le hagan. Manifiesta que: “El asar carne a la llanera es un arte, no cualquiera lo consigue”.
Al sumergirse en el lugar, Ibagué desaparece. La presencia y el ruido de los autos se hace distante, y es reemplazado por el crujir de los guijarros que cubren el suelo. Las matas de plátano, las mesas en madera, los postes de guadua y los techos de teja son el esqueleto de una estructura que le arrebata un lugar a lo citadino y se lo entrega a lo rural.
Sin embargo, el Diablo está en los detalles. Pues, son las decoraciones, sonidos y la gente del lugar lo que convierten lo mundanal en auténtico. “Poner Vallenato u otra música no sirve, esto es del llano y toca poner música del llano”, se escucha a lo lejos como orden y afirmación. Es entonces cuando entre las plantas del lugar, abonadas con la ceniza de incontables asados, empiezan a bailar al son del viento y de los más sentidos acordes del llano.
Así van transcurriendo las horas, así han de transcurrir los días y así han pasado los años. Aquel remanso de paz y buena comida no era el primer emprendimiento del llanero. Don Miguel, que había llegado a la tierra de los ocobos allá por el año de nuestro Señor del 2002. Ya había abierto otro negocio: “Llano Grande”, mismo que le sirvió de sustento y escuela para aprender a domar a las desconocidas tierras de sangre Pijao.
Pero siempre llega la hora de abrir, de recibir a los clientes con un cálido saludo, música en vivo y con una comida recién hecha. Es eso lo que inspira a la pareja que regenta el restaurante, quienes se dedican a atender cualquier necesidad que les pueda surgir a los comensales; no les importa esperar para poder atiborrarse de un buen pedazo de carne de novilla, una jugosa gallina criolla o, incluso, uno de los bananos que crecen al fondo del restaurante.
Foto de: Juan Sebastián Castellanos Barrios
El Llanero Miguel cuenta con poco más de tres años en su haber. A pesar de su juventud, ha crecido fuerte y berraco. El otrora predio semiabandonado fue arrendado al llanero y transformado pieza a pieza hasta convertirse en lo que es hoy. Hombre y lugar están ligados de forma estrecha, de la misma forma que el atardecer se funde con la llanura al ocaso.